Poeta y profesor del Departamento de Humanidades de la PUCP.
Hubo, por supuesto, mucho más en ese remezón que tuvo indiscutiblemente entre sus protagonistas más conspicuos al poeta Cisneros. El aprendizaje de la tradición anglosajona (Eliot, Pound, Lowell, la beat generation, entre otros), colocada como línea maestra y en oportuno diálogo con las otras tradiciones heredadas, permitió entretejer lo público y lo privado, los acontecimientos políticos y la dinámica de las subjetividades, las utopías y los desencantos del momento con las pulsiones y tentaciones del amor.
En ese proceso, la poesía de Antonio Cisneros -desde sus primeras entregas, pero sobre todo desde Comentarios reales (1964) y Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968)- ha ido dibujando, a través de su precisa modulación entre la objetividad y lo emotivo, y de su dimensión polifónica, una marca indeleble: un tono que podríamos llamar cisneriano por derecho propio.
Pero a la par que reconocer en ellos la huella que revela a su autor, descubrimos también una gran variedad. Están allí, por ejemplo, el versículo y la complejidad estructural de los poemas de Canto ceremonial, el tono lúdicamente didáctico y sentencioso de “Para hacer el amor”, el guiño al misticismo en “Domingo en Santa Cristina de Budapest y frutería al lado”, la cruel modulación epigramática de los “Cuatro boleros maroqueros”, la ácida e incluso hastiada dicción de “Arte poética 1”, la voz colectiva de los poemas de Crónica del Niño Jesús de Chilca. Una flexibilidad en el registro que le ha permitido reinventarse una y otra vez dentro de su propia piel, y entregar –en casi cincuenta años de escritura– textos que, como él afirma, hablan siempre de sí mismo, y constituyen en ese sentido una suerte de autobiografía poética o, en un sentido próximo (si recordamos la presencia de Ayacucho, París, Londres, Budapest, Holanda, Chilca… en sus páginas), un extenso e intenso libro de viajes.
Pero son, al mismo tiempo, un penetrante espejo para el lector, que encuentra así la posibilidad de dar un vistazo irónico a su propia intimidad. Igualmente, una lúcida mirada desde el reverso de las historias oficiales, una constante vocación desmitificadora, una aproximación al desencanto y al fracaso, una invitación al disfrute y una pertinente reflexión, que ha evitado todo patetismo y solemnidad aun se haya aproximado al dolor de la muerte, la experiencia de la enfermedad o la constatación del horror. O, en la orilla opuesta, a la algarabía de la celebración amorosa y al regusto y la apuesta por la cotidianeidad familiar.
La poesía de Antonio Cisneros es, por ello, mucho más que un tomo relativamente grueso de poemas en algún anaquel de una biblioteca. Es, para casi cualquier poeta o lector peruano de poesía que se haya formado después de los 60 –y el premio Pablo Neruda confirma una vez más que también para muchos otros en las varias diversas geografías del idioma- una referencia cercana y entrañable, una serie de palabras e imágenes que en su exacta dimensión se nos han vuelto, en mucho más de un modo, imprescindibles.
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