domingo, 5 de septiembre de 2010

Zelideth Chávez Cuentas

Zelideth Chávez Cuentas, nació en Puno. Antropóloga, feminista, fundadora e integrante del Movimiento Amplio de Mujeres y del Círculo Literario Anillo de Moebius, luchadora social y promotora cultural. Directora de Actividades Culturales e Investigación de la Asociación Cultural Brisas del Titicaca, 2004 - 2005. Condecorada por el Congreso de la República, el año 2003.

Zelideth antropóloga ha investigado la problemática de la mujer. Zelideth feminista se ha involucrado -y sigue involucrándose- en el diario batallar para que la vida de las mujeres alcance niveles más justos. Zelideth escritora nos cuenta historias en las que, la mayoría de las veces, la idea central gira en torno la dilema que subyace en la vida de las personas: lo que ellas realmente sienten o piensan, y lo que el llamado sistema o sociedad, y que no es otra cosa que una actitud ancestral, les impone.


Fragmento del cuento: La Merciquita.

El torrente de sangre le está anegando la garganta, la boca, la nariz. Doblada sobre sí misma agita los pequeños brazos y alcanza a gritar ¡mamita!, antes que su cuerpo caiga sobre la mancha rojiza que la tierra seca empieza a succionar con avidez.

Hemos llegado corriendo y nos detenemos de golpe, ahogados por nuestros jadeos. La escena nos congela, nos suspende en el aire. Nadie atina a decir ni hacer algo, sólo se escuchan los aullidos lastimeros del Firpo y el Churchil dando vueltas alrededor nuestro. Mi hermano y yo nos apretamos uno al lado del otro, como si no hubiera espacio en el desolado patio. Nos tapamos toda la cara con las chalinas, nunca sabríamos si era por el frío de la noche o por miedo al contagio de la muerte...

Siempre la imaginé viniendo acurrucada en una de aquellas balsas que surcan el lago con suavidad de gaviota. Sus escuálidos diez años aparentando seis: piel y huesos huérfanos. Aspecto y olor a huérfana, con esos reflejos de miedo en sus ojos y esa tos seca que nunca la abandonaba.

Muchas veces me repitió la misma historia, en su media lengua de aimará-castellano: que la habían sacado de su choza allá en medio del lago, en las islas flotantes, con la luna ocultándose frente a ella y el sol empezando a calentar sus espaldas. Que apurada se había puesto la camisita de bayeta, el faldellín, y el chumpi de colores tejido por su madre, las ojotas de llanta que no la iban a proteger cuando sus pies se hundieran en el piso fangoso de la isla que quedaba atrás, con su veintena de casas de totora, avenidas de totora, sus sembríos sobre las balsas de totora. Que mirando la balsita que abandonaba, se preguntó si adonde marchaba tendría una así, para ella sola, sobre la cual había disfrutado tanto de esa sensación de caída, a un lado, al otro, a un lado, al otro, cuando iba en medio del lago, para cumplir mandados.

En mis noches de insomnio la he visto ponerse de pie sobre aquella misma balsa donde vino, ponerse de pie, en el instante en que una brisa ligera disipaba sus temores al constatar que ya estaban llegando al puerto, aunque era muy tierna para darse cuenta que también asomaba muy cerca a su destino. En esos momentos tal vez no percibía el centelleo plateado que tiritaba sobre las aguas verdeazulinas, ni la quietud de esa mañana colmada de sol, de ese sol que iba abriendo brecha en medio del horizonte azul cerrado del lagocielo, porque el brillo de sus ojos al hablar sólo transmitía la inquietud de esas horas, ante el descubrimiento de la multitud de casas ajenas que iban distinguiéndose cada vez más cerca.

Ella no sabía entonces que estaba llegando a la ciudad de Puno. También recordaba al hombre grande que la trajo, su tío, quien no le tomó la mano para apearla, ni le dio ninguna recomendación, le hizo apenas una seña con la cabeza y se adelantó. Ella, frunció la boquita trompuda, se agachó y lo siguió callada. Todavía un gesto de incredulidad le crispaba la cara al recordar la sensación al pisar esa tierra dura, seca, firme, que contrastaba tanto con el suelo siempre tambaleante y húmedo de su isla.

Cuando dejaron el muelle e ingresaron a la población, las pisadas del tío sobre las losetas arabescas retumbaron dentro de ella («aquicito me hacía pum, pumpum, ñiita»). Le costaba seguir el ritmo del hombre grande, se agitaba hasta la asfixia, más allá de lo normal. Recordaba que así recorrieron plazas, calles, ventanas, escaparates, tiendas, kioskos, todo lleno de gente rara, de caras extrañas. Esta población de techos a media agua y portones grandes de madera, con sus manitas de fierro colgadas, listas para llamar, calles estrechas y empedradas, eran una inmensidad para sus diez años. Tan ensimismada se había quedado que olvidó el cosquilleo en su estómago y aquel sudor por la espalda que estuvieron ahí desde la madrugada.

Pronto salieron a las afueras donde se perdían veredas, empedrado, escaparates, luz eléctrica, hasta llegar a lo que vislumbró como una casa amurallada, enorme, al parecer deshabitada. Había que cruzar un cebadal antes de llegar a la reja de fierro. Se pararon al pie de la mole y mientras el tío buscaba una piedra para tocar, nuestros perros ladrando con desesperación nos alertaron sobre su presencia. Momentos después salíamos: mi madre, mi hermano y yo.Mi madre se le antojó como una señora enorme, anciana, aunque era de mediana edad y baja, blanca, de piel casi transparente, cabello castaño recogido. La impresionaron mucho los aretes y el diente de oro, el abrigo de casimir y los tacones: («cuando la señora grande me miró, yo quería escaparme ñiita, esconderme»), después se fijó en nosotros: «tu hermano, flaquito, flaquito, igualito a los ispis que saco del lago, y tú parecías su ángel de la Virgen, colorada, gordita, con tu cabello color totora seca»). Los tres teníamos la misma edad.

Fuente: http://www.angelfire.com/dc2/zelidet/merciquita.htm



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